Un buen ejercicio de estilo

El Othelo propuesto por la compañía de Gabriel Chamé ejemplifica bien cómo la esencia de lo cómico necesita de la condición de la incongruencia como un elemento necesario. Una incongruencia que, en este caso, bascula entre lo encapsulado bajo criterios académicos y lo que se ofrece a la expectación teatral; entre lo que se piensa que debería ser un clásico de Shakespeare y lo que es en realidad, a saber, un conjunto relativamente ordenado de textos que han de ser traídos a la vida en la labor dramatúrgica.

La diferencia entre esta propuesta y otras radica en que no existe en este Othelo la habitual solemnidad que invoca –y a veces exige- nuestra propia imaginación cuando se trata de los asuntos relacionados con la obra del bardo –o con la de otros insignes clásicos¬-, sino que se aleja decididamente de ella con la intención de dejar manar la fuente de lo ridículo, categoría estética que anima y motiva todo el conjunto y le da su específica e inconfundible unidad de estilo, que es la propia de un espectáculo de clown. Es de notar que se sigue así el espíritu marcado por Peter Brook contra el teatro mortal –del que, dice, Shakespeare siempre es víctima recurrente-, como también sus propios criterios para la concepción escénica del espacio vacío, donde la utilización de unas cajas cúbicas, huecas y abiertas en dos de sus lados, conforman los distintos mobiliarios para cada una de las escenas –con éxito desigual-, a lo que se añade un parco, aunque eficaz uso de la iluminación y una inteligente utilización de la cámara en directo para la grabación de los apartes de Yago –lo que aumenta la intimidad de los mismos y la simpatía del espectador-, proyectados sobre una tela blanca que hace las veces de ciclorama y fondo del escenario.

Los actores que conforman el elenco conocen bien el oficio del clown, gestionan con presteza el flujo de comunicación con el público –al que incorporan fácilmente mediante rápidos apartes y guiños de complicidad- y despliegan sobre el escenario un dinámico e intenso juego actoral de juegos y abalorios físicos que rozan lo circense. Pero un planteamiento de estas características no podría funcionar sin la introducción de algún contraste que permitiera restablecer un cierto equilibrio entre lo trágico y lo cómico, para no convertir la comedia en mera parodia. En este sentido, Chamé considera conveniente recordar –o anunciar- al espectador el destino trágico de los personajes, un fin que por encima de las carcajadas y la risa envolvente sobrevuela todo el montaje como cendal mortuorio y silencioso. Y, al mismo tiempo, prefiere garantizar la posibilidad de evidenciar la señalada incongruencia entre el «concepto universal de lo trágico», que regularía el horizonte de expectativas vinculado a la propia recepción de la fábula de Othelo, y el «objeto particular de lo cómico», en la que se concretiza la fórmula de Chamé y al que responde, en gran medida, el código estilístico de los personajes.

El primero de tales contrapuntos, al que ya hemos aludido, viene suministrado por el propio sistema de referencias del espectador, quien acude al teatro con una idea preconcebida de Shakespeare y de la propia fábula de Othelo, al margen de que la acogida que se brinda al espectáculo sea de lo más generosa –algo, sin lugar a dudas, provocado por la buena prensa con la que el mismo ha llegado a España-. El segundo, más interesante desde el estudio de la recepción, responde a una decisión artística asociada a la desigual distribución de los roles: frente a los personajes jugados por Justina Grande (Desdémona, Brabanzio, Bianca) o López Carzolio (Rodrigo, Cassio, Ludovico, Emilia), que vendrían a encarnar el rol de los augustos, y contra el propio Hernán Franco (Yago), quien asumiría el papel de Cariblanco o de Pierrot, se dibuja la propuesta de Matías Bassi (Othelo) en términos genuinamente trágicos.

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