El circo mixteco, tradición que se extingue en México (video al final del articulo)
Las compañías están formadas por familias de campesinos en su mayoría. Hombres, mujeres y niños que heredaron el arte de caminar por las alturas.

No sería de extrañar que el circo más exitoso del mundo se reconociera en estos hombres de la Mixteca que de día cosechan maíz y de noche tocan las alturas desde sus trapecios o recitan versos vestidos de payasitos. En esa región olvidada de Oaxaca sólo sobreviven 17 compañías de maromeros, formadas por el abuelo, las mujeres y los niños, quienes han ido herendando la tradición que empezó hace cinco siglos. Hablamos con los últimos maromeros.

De la rama de un árbol cuelga un traje de payaso deslucido, triste, como una guitarra sin cuerdas. Frente al árbol hay un hombre y, junto a él, un perro famélico. Sentado en un taburete, Alfonso Jiménez mete los dedos en un bote de pintura blanca, la extiende por su cara y observa el reflejo de su obra en el fragmento de un espejo roto.

En cierto sentido, el suyo es un mundo de fragmentos: una casa sin suelos, ilusiones perdidas y dinero que «nunca alcanza». Su milpa en San Miguel Amatitlán, al norte de Oaxaca, es sólo la frágil distancia entre tener poco o nada. Por eso (y por amor al arte), este hombre de 53 años espera entre los maizales a que algún pueblo se acuerde de Rabanito, su nombre de artista. Sólo así podrá sacudirse el barro de los pantalones, calzarse unos enormes zapatos de payaso y recitar versos por aldeas donde nunca, o casi nunca, pasa nada.

Antes de iniciar la travesía, Rabanito hace su pequeña maleta, carga la mula y alista una compañía de «siete leguas» formada por su esposa, sus tres hijos, un nieto y don Erasmo, su padre, del que heredó el oficio. El patriarca ha colgado los guantes con 78 años de edad, pero a veces saca fuerzas de flaqueza y recita unas cantaditas, porque esto del arte, dice, «es como el que se va a comer un pedazo de tortilla, como que se emociona uno, señor».

En esencia, la compañía de los Jiménez es un circo convencional: deleita y hace reír. Por lo demás, poco tiene que ver. Aquí no hay carpas, hombres bala, leones ni elefantes. Sólo la voz de un payaso que canta versos por pueblos lejanos y niños acróbatas que nunca miran al suelo porque debajo sólo hay piedra y arena. «Brincábamos, metíamos una rodilla y dábamos vueltas y vueltas, pa’ delante y pa’ tras. Sí, ya le digo… ¡lo hicimos!», recuerda don Erasmo, ya sin dientes, el pelo blanco y la piel cuarteada entre los huaraches.

Diecisiete compañías resisten al paso del tiempo en la desolada región de la Mixteca. Por el día son hombres que se desviven en la milpa, tejen sombreros de palma o cosen balones deportivos. Pero en la noche, al entrar en escena, se desquitan con un trago de aguardiente y dan volteretas sobre un trapecio como si allí, de verdad, fueran libres. La literatura los llama «poetas campesinos». La historia los recordará como los últimos maromeros.

Un circo indígena

La maroma no es el Cirque du Soleil, pero no es de extrañar que el circo más exitoso del mundo se reconozca en estos hombres que un día cosechan maíz y al otro reclaman su cuota de arte sobre un alambre de equilibrismo. Hablar de la maroma es viajar a la época colonial, hace cinco siglos, cuando funambulistas y trovadores procedentes de España iniciaron una aventura casi épica: llevar sonrisas a regiones mutiladas por la Conquista.

«Las compañías de la maroma recorren el territorio de la Nueva España y llegan hasta los rincones más lejanos. No sólo pusieron las bases del circo, también influyeron en muchos géneros de baile y música regional. Fue uno de los primeros mestizajes no violentos que se recuerdan», afirma Luz María Robles, una investigadora del centro teatral Rodolfo Usigli y autora de la obra Versistas de la escena: la maroma campesina.

Luz María rescató durante tres años la voz de los últimos maromeros. Estudió la composición de sus versos, su indumentaria, desempolvó los archivos que hacían referencia al circo campesino y conoció su historia: con maquillaje, y sin él. «Cuando encontré a la familia de Rabanito no tenían tierras. Vivían en una casa muy pobre y se dedicaban a coser balones de voleibol, a mano. Por cada balón les pagaban 20 pesos. No pueden vivir sólo de la maroma, pero la aman. Por eso siguen adelante».

Las compañías están formadas por familias como la de don Alfonso, campesinos en su mayoría. Siete u ocho hombres, mujeres y niños, que heredaron de sus antepasados el arte de caminar por las alturas. Y la herencia es lejana. En su tesis, Luz María Robles habla de una comunión entre funambulistas medievales y bufos de la corte de Moctezuma, «chocarreros», como los llamó Bernal Díaz del Castillo en sus crónicas de la Conquista. Sería el origen de unas compañías que aprendieron el arte circense y se volcaron en una vida nómada. Un viaje a ninguna parte.

Los maromeros se desplazaban en mulas y carros, cargando largos troncos de árboles para armar su cuadro e instalar el trapecio y los alambres en solares de pueblos recónditos. Durante décadas, la Mixteca llegó a ser un hervidero de acróbatas y trovadores. «Recuerdo a don Carmelo. Colocaba una silla en el alambre y allí tocaba la guitarra mientras su mujer cantaba frente a él», relata Miguel Ángel Ramírez, maestro de música de 56 años y miembro de la Unidad Regional de Culturas Populares de Huajuapan, institución que acompañó a este periodista y a Isaac Díaz Valderrama, director de un documental sobre el tema, durante su viaje por la Mixteca.

El payaso es el alma de la compañía. A ellos se debe el sobrenombre de «poetas campesinos». Cantan versos jocosos, satíricos o enamorados, fieles a esa máscara carnavalesca de la risa y el llanto. Recitan acompañados de una banda de música popular, o de los violines y guitarras de sus propios músicos. Llevan el rostro pintado de blanco, sombrero cónico y un huácaro (traje de payaso), originalmente rojo con lunares blancos.

El payaso es también un acróbata, como el resto de la compañía. Antes de la actuación se santiguan, se escupen aguardiente en el pecho para destensar los músculos o, directamente, se lo beben para perder el miedo. No hay ninguna malla de seguridad debajo. La estructura de madera sostiene unos alambres que usan niños de once años para hacen equilibrismo con la ayuda de una gran vara. La entrega es su mejor habilidad.

Miguel Ángel recuerda anécdotas de mujeres que se negaban a ver el espectáculo porque, decían, «los maromeros las miraban del revés y les veían los calzones». Las familias, en general, se llevaban petates y estaban hasta la madrugada viendo la maroma. Su popularidad crecía y, a veces, también la rivalidad. «Decían que los maromeros hacían magia negra, pactos con el diablo en los cerros. Pedían dinero y éxito a cambio de reducir su vida».

El esplendor del pasado contrasta con el olvido del presente. La construcción de carreteras, cercos y rutas ocupadas por la guerrilla en los años 60 y 70, modificaron las rutas de circulación de la maroma. Las pocas compañías que quedan se dedican al campo, son pobres, y actúan sólo cuando los contratan en algún pueblo vecino. «Cobran mil pesos por una función de las 9 de la noche a las 3 de la mañana, o sea, nada. Es una situación devastadora», dice la investigadora Luz María Robles.

En la piel de un payaso

San Juan Yolotepec parece un pueblo fantasma a las once de la mañana. Situado en la mixteca baja, San Juan contaba hasta hace poco con tres compañías de maromeros. Ahora sólo queda una, la compañía Superman, y uno sólo de sus miembros: Venustiano Martínez. Es el único maromero con vida en este pueblo rodeado de polvo y cactus.

«Se los llevó el alcohol. Fueron doce por todo: uno que se llama Silvino, maestro Jato, Manuel, Terapio, Valentín…» Cuando todos desaparecieron, don Venus llevó con orgullo el nombre de la compañía. Metió sus trajes de payaso en la maleta y continuó caminando. «Ya en la noche, cuando buscaba el trapecio, me ayudaba un muchacho. Hacía yo un día caminando, yo solito, con un cuadro y un trapecio».

A don Venus no le da nostalgia el pasado, o sí, pero lo disimula. Siempre encuentra el camino de la sonrisa. Nació para eso. «Desde niño pensaba yo de hacer algo para divertir al público, para hacer admirar al público», dice, ahora con 82 años. En la sala de su casa hay un par de cuadros con fotografías de sus actuaciones, firmadas como el payaso Chiquilín.

De nariz chata, pómulos marcados y piel cobriza, el rostro de don Venus podría ser el reflejo del primer maromero de Oaxaca: «un indito que se enamoró de la hija del español, el mero jefe», recuerda. Cuenta don Venus que aquel «indito» le pidió matrimonio a la hija del cacique español, pero ella desechó la idea: «no puedes pedirle eso a mis padres porque son capaces de matarte, tú sabes que mis padres a ustedes no los quieren porque son inditos».

Resentido, el indígena pidió permiso para dar un espectáculo. Se cubrió el rostro de pintura blanca para que no lo reconocieran y empezó a recitar una serie de cuartetos ante la corte de conquistadores: «Uno para ofender a los españoles y otro para hacerlos reír…»

Don Venus también escribió poesía. En algún momento, víctima del alcohol y la tristeza, quemó su libreta y convirtió en humo todos aquellos versos. Los conservó en la memoria, consciente de que el maromero no es nada sin esas «cantaditas». A diferencia del circo, que utiliza muchos recursos para hacer reír, los maromeros han logrado comunicarse con la gente a través del verso y la palabra. Sólo eso.

En la historia hay contados ejemplos de campesinos que llegaron a convertirse en literatos. Uno de los más célebres es Miguel Hernández, el poeta español que pastoreaba ovejas en la provincia de Albacete y acabó codeándose en las revistas literarias con firmas como Pablo Neruda o Federico García Lorca. Los maromeros más veteranos no aparecen en los libros de la literatura universal, no dominan la métrica y es posible que nunca hayan leído a los grandes clásicos. Pero tienen algo en común con poetas como Hernández: vienen del pueblo y hablan para él.

Los maromeros nunca pisaron una escuela, el campo es su vida. A pesar de su origen, Luz María encontró en sus libretas versos alejandrinos que hablan de mitología griega, del dios Apolo, o de la muerte como la mansión del olvido. Ella me dice que los maromeros tienen facilidad de recitar versos por la tradición oral. «Adquieren un entrenamiento fonético y auditivo. Aprenden por demostración y familiarización, como un niño aprende un idioma».

A principios de siglo el verso se empobrece. Deja de usarse el arte mayor y se mezcla con los versos que se hacen en las carpas y en las operetas. La maroma se adapta, en definitiva, al código lúdico que se maneja en cada época. Quizá por eso, los maromeros más ancianos se sientan hoy fuera de lugar, recitando versos que muchos no comprenden.

«Estaba la banda tocando una pieza que a mí me cayó como tristeza y empecé a llorar. Digo: que será de mí, que ahora hago divertir al público y con el tiempo me voy a morir y todos estos recuerdos se quedan como siempre», explica don Venus, un segundo antes de soltar una carcajada. «Ya tiene años que me cayó ese sentimiento, ¡no sé que me pasó!».

La vida del pobre artista

Los héroes de este arte ya dejaron de reír, pero sus versos todavía tienen eco en la Mixteca. Uno de esos nombres suena con especial cariño. «Pancho, Pancho González, era el mejor payaso que había aquí», exclama don Erasmo.

El patriarca de los Jiménez recuerda el día en que murió Pancholín. El maromero subió al cuadro de madera, solo, entre cuerdas y trapecios. Nadie lo vio. Sus compañeros, entre ellos don Erasmo, lo buscaron por la noche con velas y lámparas. Cuando llegaron al cuadro, lo encontraron tirado en el suelo. «Abajo tenía un palo y encima el otro. Todavía estaba con vida, pero ya no se pudo. Así como estaba, el pobrecito, con su vestidura, pintado y todo. Los doctores se empezaron a reír de él… Ahí se acabó ese payaso».

Hay territorios compartidos entre la mayoría de maromeros. Uno es su origen campesino; el otro es la marginación de una de las regiones más pobres del país. En la Mixteca hay comunidades completamente rezagadas, aisladas por su geografía y la desidia de los gobiernos. Pueblos como Metlatónoc, en Guerrero, están a la cabeza de la miseria de México.

Las familias de maromeros dependen de lo que las mayordomías les den. Esta forma de organización social, heredada de la colonia, hace que el hombre más pudiente del pueblo se encargue de financiar las fiestas patronales. Las mayordomías siguen existiendo, pero los contratos son cada vez más escasos.

Factores como la migración, por la que algunas comunidades han perdido hasta el 80% de su gente, redujeron considerablemente la participación en la maroma. En la comunidad de Santa Catarina Noltepec, municipio de Juxtlahuaca, el ruido de las maquinillas de afeitar se extiende por los patios de las casas. La estética chicana: cabezas rapadas, ropa amplia y tatuajes, conviven con normalidad entre el sombrero de paja de los más ancianos.

La maroma de Santa Catarina está formada por una familia de niños y adolescentes que pasan la mayor parte del año en Estados Unidos. Los López van a la comunidad en las fiestas patronales y Día de Muertos. Mantienen todavía esas raíces con la tierra y la afición por una maroma que va modificando sus costumbres.

«En muchas comunidades hablan mixteco e inglés, ese el entorno en el que se desenvuelven ahora los maromeros. La llegada de juegos mecánicos, o música electrónica, son otros elementos que han afectado las artes populares en general», dice Guillermo Círigo, director de la Unidad Regional de Culturas Populares de Huajuapan, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

En ese mundo de marginación y escasos recursos, el maromero encontró un refugio en el alcohol. La gran paradoja de unos hombres que se esmeran en despertar sonrisas. «Ya llegando a una edad me vengo dando cuenta que la vida de un maromero es triste… El payaso hace reír a la gente, pero por dentro está sufriendo con sus problemas. Pero ya ni modo, porque el destino del payaso es complacer al público… no saben por dentro como está el alma del payaso».

Es la voz de Porfirio Méndez, maromero de 71 años, hombre delgado, de bigote cano y cejas espesas, como viejas raíces sobre una piel terrosa. Recibe a los periodistas en su casa de San Miguel Zacatepec, en una habitación oscura, iluminada sólo por la ténue luz de la mañana. «Nosotros semos de provincia, semos campesinos. Todas mis cantadas son compuestas por mí, o por mi padre. Son versos de la tierra».

Su nombre de artista es el payaso Pepino. Él y su familia tienen una compañía que don Porfirio trae de herencia, cuando su padre viajó por México presentando el arte de la magia, los títeres y la acrobacia. «Mi padre fue un misionero, traía un circo de legua muy grande donde tenía muchos juegos. Tenía la cinta, los espejos, la ruleta, la maroma».

Don Porfirio ocupó la plaza de su padre con 17 años. Desde entonces ha recorrido cientos de comunidades por los estados de Guerrero, Oaxaca y Puebla. Enseñó a sus hijas pequeñas el arte de la maroma, «las colgaba yo con las trenzas desde el alambre», recuerda; bailó con Juanito, «un monito hecho con un pañuelo»; se columpió en trapecios y vio a sus hijos caminar alto en los alambres. En las noches, escribía versos de despedida:

«Gracias público querido por tan bondadoso aplauso //pues mi mérito es escaso por haberte merecido, //soy tu servidor hendido y mi afán es complacerte, //si contento llego a verte mi dicha será cumplida //y sólo puedo ofrecerte mi alma muy agradecida».

Grupos de maromeros jóvenes han surgido en estados como Puebla, Oaxaca o Veracruz. La Unidad Regional de Culturas Populares de Huajuapan se ha volcado en la promoción y ayuda de las maromas que resisten al paso del tiempo en la Mixteca. Puede ser el renacer de un arte que se extingue con los años, aunque entre los pobres sobreviva, como siempre, la tenacidad. «Somos siete, mis nietos, mis muchachos… Mientras existamos, va a seguir existiendo la maroma aquí», dice don Alfonso con seguridad, sentado frente al árbol, junto a un perro famélico, con el fragmento de un espejo roto en su mano.